jueves, abril 12, 2007

Profanación


Esta vez la historia gira en torno de una mujer que el autor del diario conoció en los pasillos de un centro comercial. Nadie que no haya visto una silueta dibujada en la transparencia de un cristal reconocerá el sentimiento de saber que el universo puede fragmentarse: la mitad del espacio la ocupa ahora esa imagen desvanecida, como impresa en el vestido que unas manos anónimas calzaron, no sin cierta perversión, en la fría desnudez de un maniquí; la otra mitad, la que no participa en el juego de reflejos, los detalla a los dos en esa pose inequívoca del encuentro casual. Quedémonos por el momento con la primera imagen: el autor de la anotación en el diario (digamos que su nombre es Oscar) ha sido descubierto espiando la reacción de esa mirada que es casi como la confesión de un espejo. La mujer, suave el cabello castaño sobre sus hombros estrechos, puede ver ambas imágenes: la del reflejo y la real, donde la espalda del hombre gira levemente para reacomodar su ángulo de visión. Entonces decide actuar (el verbo es literal): se mira en instantes la muñeca desnuda y luego avanza un par de pasos hacia el hombre que ya es incapaz de fingir. Con la voz quebrada por la leve excitación le pregunta la hora. Él duda un momento en responder; pero al fin lo hace: es el sonido y no la comunicación en sí lo que ella ha buscado: ama los tonos, las inflexiones, la plástica sonoridad de las palabras. Pequeños caprichos que el tiempo ha cultivado. Y no tarda en decidir que aquella voz le gusta. En el breve silencio que inició a partir de la respuesta, aquella mujer siente ganas de confesarlo todo: “Tu voz es hermosa”. Pero no lo hace: la Tradición los vigila. El autor del diario, ajeno a ese sutil tormento, reconstruye su sorpresa en una sonrisa que parece sincera. “¿Me preguntas para recordar la hora en que nos conocimos?” La respuesta penetra con vigor en sus oídos, pero es más de lo que puede soportar una mujer moldeada a las maneras del acecho y no a las del acoso. “No”, dice entonces, “preguntaba para saber la hora en que no nos conocimos”. Ambos reflejos sonríen con un gesto que trasciende el silencio del cristal y se plasma en la tela del vestido de noche. Y ahí, justo en el muslo de la estatua que se adivina a través de la seda, una mano femenina se extiende no como si saludara, sino como si señalara la puerta de entrada a su existencia.
Las dos figuras desertan del cristal. O no, tan sólo es una ilusión de la mirada: hace falta únicamente moverse un par de metros de costado para descubrir que sus imágenes, de pronto diminutas, han decidido cambiar la seda por el lino; que se han acodado en el barandal que mira hacia la plaza; que gesticulan nerviosamente; que en ese encuentro no ha llegado aún el momento de venerar al silencio. Ahora es el brazo del hombre el que se extiende para señalar algo al fondo, una nevería, quizá un café. A ella parece gustarle la idea: se lleva una mano a la boca del estómago en el gesto universal del hambre o del antojo. Pero la idea se desvanece: algo ha ocurrido abajo, en los pasillos inferiores, y las espaldas de ambos saludan al cristal, que congela sus imágenes. Por el ángulo en el que se les mira, resulta imposible saber si eso que han visto es algo grave o divertido. Imposible es también verificar si la gente que pasea a su alrededor se ha sentido atraída por aquello que los dos observan: el vacío que recibe sus miradas en lo real está representado aquí por un muro de granito, y en él la luz se muere. Seguramente lo que ocurre abajo es alguna de esas comedias espontáneas de los centros comerciales: el refresco que se esparce en el piso con un estrépito apagado, el niño que se ha hundido de nariz en la fuente, cualquier otra confusión: es fácil saberlo ahora que sus cuerpos translúcidos se sacuden en espasmos de hilaridad, no por fingidos menos divertidos. Oscar, quien más tarde intentará rescatar esos momentos pero será vencido por el sueño a media página, insiste en señalar aquello que no hemos podido precisar. La mujer ya ni siquiera parece nerviosa: está segura de que aquella voz la seguirá a donde quiera que vaya. Quizá por eso es ella quien arriesga un par de pasos en la dirección contraria al objeto de la atención de ambos. Es un simple juego, como jalar una cuerda a ver quién de los dos invade primero el territorio ajeno. Y es él quien cruza definitivamente el plano imaginario y empieza a perseguir un sueño, una historia que le dolerá muchos años después.
¿Qué es el dolor sino un sucio hábito de la memoria? La pregunta no es mía, sino de Oscar, el autor de este diario que mis ojos profanan con insana perversión. Años atrás, el hombre acomete una página en blanco. Hay llanto en su rostro, y a su lado, desde un nivel muy profundo y, sin embargo, abierto a la noche, esos ojos lo observan. Son ojos de mujer, lejanos, inasequibles. Son los ojos de Berenice. Y están al otro lado de la calle. Las líneas que los describen no detallan los modos del asombro propio cuando la mujer, recargada en un auto, le sonríe, tan tersa, como si no mediaran años entre los dos, como si los días fueran transparentes o fueran sólo un juego más del recuerdo y, por lo tanto, no merecieran la pena del rencor, también en todo caso imaginario. Oscar no sabe si avanzar (nunca lo sabe) o pretender que no la ha visto. Pero es ella quien cruza la calle, evade un auto dando saltitos ridículos y finalmente alcanza la otra acera, o esta desde la cual Oscar, inmóvil, se ha dado cuenta de que el universo funciona muy a costa suya. ¿Y qué se dicen? Nada que el diario confiese. Al parecer aquella tarde se han quedado a conversar, si es que la comunicación puede alimentarse de gruñidos y asentimientos y negaciones que nada le dicen a esta historia porque el autor no lo considera necesario. El resto de la página está en blanco y es como una figura femenina que se aleja de la historia sin decir adiós.
La tarde siguiente los tiene a los dos con la ciudad al fondo. Están en un café, en el piso 45 de un edificio en el centro. Ambos, uno frente al otro, se han quedado en silencio: la sortija en el anular de ella, de Berenice, rescata los fulgores de la tarde, que no son muchos, pues el invierno se ha posado en el concreto y le roba el color a las cosas. “Es hermosa”, quisiera decir él, “hermosa a pesar de tus gemidos, que ya no son míos; hermosa aunque ignore la expresión del rostro que se hunde a tu lado cada noche luego de penetrar tu carne que alguna vez amé; hermosa como los recuerdos que retiras de la piel de tu rostro ante el espejo como si fueran eso: una simple máscara de maquillaje. Hermosa. Hermosa sin mí”. No lo dice; su expresión se reduce a esquivar los recuerdos y a prolongar el silencio en el que a final de cuentas ha hallado refugio desde hace al menos una hora. Y la mano de ella, que parece comprender, se retira, se retrae en sí misma y desaparece bajo la mesa en donde los cafés se enfrían intactos, casi inexistentes. “¿Lo has notado?”, tampoco dice ella. “No, no lo has hecho; no sabes por qué estás aquí ni por qué he vuelto a buscarte, porque si lo supieras el silencio no sería capaz de contenerte”. Y él, que ha visto en sus ojos el comentario indescifrable, de pronto intuye que es verdad, que los dos no caben en ese mismo silencio, tan inútil. Entonces se anima al fin a deslizar una pregunta que una vez que ha escapado de sus labios ni él mismo es capaz de reconocer: “¿Por qué has vuelto a buscarme? ¿No te basta con haberte ido así, sin más, y ahora regresas por la misma razón?” Los ojos de ella se adelantan a la respuesta: tienen ahora un brillo, una esperanza, una elocuencia cristalina que los párpados cancelan en un par de ocasiones antes de que su voz hiera una vez más el silencio: “Me gustaría que comprendieras, que recordaras, que algo nos faltó. Sé que tienes motivos para odiarme, pero al menos quiero que entiendas que irme era algo necesario para lo que estábamos intentando construir. Yo también te quería, o más bien ‘yo te quería’, y no deseaba que todo empezara a terminar...” Oscar comprendió cabalmente esas palabras, pero una cosa es descifrar su sentido y otra muy diferente es soportarlo. Por eso la rabia fue una cosa de su rostro; por eso cruzó los brazos sobre su pecho y ensayó la difícil alquimia de retener el llanto. “Porque eso era lo que habría ocurrido aquella tarde en el hotel.” Eso lo dijo Berenice, ya instalada en mitad de la confesión que desde hacía algunos meses la estaba llamando. Oscar apretó la quijada. Por eso nadie, ni la pareja de ancianos que cenaban a su lado, ni la muchacha que miraba ansiosa su reloj al fondo del café, ninguno de ellos escuchó cuando una nueva pregunta se impuso entre los dos: “¿Así que te fuiste para que lo nuestro nunca terminara?” Ahora fue ella quien leyó en esos ojos la fría herrumbre del sarcasmo. “Aunque no quieras creerlo”, asentó. “¿Y volviste sólo para decírmelo, para que tu remordimiento pudiera descansar en la paz del consuelo?” “No”, afirmó ella, tan de súbito que aquella palabra fue casi como un manotazo sobre la mesa. “No es esa la razón: en realidad, he vuelto porque ya no pertenecemos más a esa historia, porque ahora ya podemos recordarla y hacer que viva para siempre, porque jamás sabremos si el tedio o la costumbre la habrían arruinado, porque ahora esa historia es capaz de tener mil rostros y ninguno, y en ella nos seguimos amando, lo seguiremos haciendo para siempre. Porque ahora que estamos fuera de ella y somos incapaces de hacerle daño, sólo ahora podemos hacer eso que nunca fue.” Eso dijo. Eso fue lo que Oscar escribió días después en este diario, acaso no con las mismas palabras exactas, pero sí con el ánimo de recrear aquel momento en que otras palabras, hechas ya no de signos sino de una extraña, tensa felicidad, se abandonaron a la sinrazón de esa enferma circunstancia.
Sí, lo que sigue es el sexo, tan puro y henchido de sí mismo, tan sin máscaras, que Oscar ha debido rescatarlo del recuerdo para otorgarle un lugar en la existencia. ¿Para saber que fue cierto? Antes, ambos han vagado del brazo por algunas calles sinuosas y desiertas que en el pasado sus ojos aprendieron a reconocer. Todo sigue allí: la cantina, la fachada ya sin majestad de un edificio colonial, la tienda de arreglos florales que nadie parece visitar. Pasan junto a las cosas, las ignoran, no parecen importarles: siempre han estado en el mismo sitio y lo seguirán estando cuando ya sus recuerdos de aquel paseo vespertino le pertenezcan a la noche. Luego, sólo un poco más tarde, mientras los negocios oficializan con ruido de rejas la soledad del entorno, ellos alcanzan la entrada del hotel. Es ella quien paga; una mano anónima desliza la llave y la voz detrás del cristal de espejo les señala el número de la habitación. El elevador los conduce al silencio, igual fingido, de un largo corredor. La puerta está abierta. La cierran a sus espaldas y aspiran el olor de otros cuerpos mezclado con sustancias baratas. La silueta de Berenice se recorta contra la luz de la tarde en la ventana; luego cierra las pesadas cortinas y la oscuridad recupera los rincones del cuarto. Oscar se desviste, de nuevo en silencio; sus ojos, no habituados aún a la penumbra, no saben lo que ocurre al otro lado de la cama, donde ella intenta descifrar esa figura para ver si se parece a la estampa que durante tantos años ha jugado en su memoria. Poco a poco, el cuerpo de Oscar se concreta: sus largos brazos cuelgan desde la sutil asimetría de sus hombros. Los ojos de Berenice lo recorren, le buscan el sexo, exangüe aún como sus brazos, un trozo de carne que, de pronto recuerda, jamás jugó a imaginar. “Acércate”, le ordena, a gatas ahora sobre la cama para negar de una vez por todas la distancia que ella misma puso entre los dos. “Déjame verte bien”. Oscar obedece, avanza apenas y apoya las rodillas sobre el colchón. Berenice pasa una mano por su cadera y la lleva hasta el muslo, rozando apenas la vellosidad de la carne que tiembla ligeramente. Sus dedos se posan sobre la tibia piel de sus genitales, se reconocen en ellos, los oprimen suavemente con el ansia apagada de quien siente que el alba le arrebata las cosas del sueño. Luego, estirándose un poco, deja que sus labios los apresen; su lengua acepta el leve sabor agridulce de esa carne que ahora palpita, y que crece, violentando su paladar. Sólo entonces lo saca de su boca y gira sobre la cama para alcanzar su orilla, donde también comienza a desvestirse sin atreverse a mirarlo, sintiendo el raro pudor de saberse observada. Cuando la última prenda resbala por sus pies hasta la alfombra, una mano le acaricia la espalda. Ella cierra los ojos y se da la media vuelta para dejar que esa mano se pose en el nacimiento de sus senos, para dejar que sus labios intimen de nuevo con su boca, que a pesar del deseo los desconocen por un momento. No, no es fiel el recuerdo, tampoco lo es. Pero en ello radica parte de su placer. No para Oscar, cuyas manos fatigan cada rincón de aquel cuerpo en busca de su nombre, aunque sea tan sólo el rastro de su nombre. Y apenas unos minutos más tarde, cuando ya sus cuerpos empiezan a confundirse, él se aparta ligeramente de su rostro y la mira a los ojos desde un estado parecido a la melancolía. “La sortija”, le dice, “¿no vas a quitártela?” Y ella, cuya imaginación ya había fraguado aquel momento de alguna manera definitivo, extiende la mano en el espacio entre ambos y señala: “Soy la misma con anillo de matrimonio o sin él, y nada, ni siquiera tu dolor, hará que eso cambie.” Y su sexo se abre a la dureza de una carne que jamás, luego de aquella tarde, volverá a ser en ella.
Es preciso volver al primer instante, al centro comercial, al juego de reflejos sobre el cristal y a los ojos de ella, que recorren curiosos la elegante confección de un vestido de noche y que de pronto, con sorpresa, encuentran esos otros ojos que trascienden las formas de la tela para depositar en la silueta a sus espaldas su propia curiosidad. Berenice, muda ante la sospecha de saberse confundida, se frota la muñeca de la mano derecha en un gesto que la acompaña desde la infancia. “Perdón, ¿dijiste algo?”, le pregunta al hombre que gira la cabeza para mirar el origen de aquella voz. “No”, responde él, “pensé que eras tú la que habías hablado”. Entonces, ya lejos de la historia que tiene lugar al otro lado del cristal, ambos se miran a los ojos sin encontrar en ellos nada que se parezca a la nostalgia.

lunes, abril 09, 2007



Le mentí: amo el recuerdo.

No la lluvia.

FAQ

Ahórrate las preguntas: hoy inició el contador.

jueves, abril 05, 2007

Lulu


Detrás del portal herrumbroso, borrado a medias por la lluvia, la silueta de Lulu al fin se concretó. El traje de una pieza, ceñido al cuerpo, le resaltaba las formas. La piel sobre sus hombros parecía un pedazo de sombra que hubiera decidido fugarse con ella a la noche de la ciudad de México.
Salí del auto y crucé la estrecha calle para ofrecerle el refugio del paraguas. Ella sonrió ante el gesto, pero el dictado de sus labios no era diversión sino extrañeza.
-Así que eres un caballero -me dijo, y el esmalte de sus dientes recuperó por un instante los danzantes reflejos de un anuncio luminoso.
-Tu presencia lo amerita -le respondí, ligeramente inquieto.
Lulu era hermosa, más incluso de lo que dejaba traslucir la foto en donde la conocí y que de pronto supe antigua. Las caricias, mas no el polvo de los años se habían ido acumulando sobre su historia, cincelando en su rostro los rasgos de una madurez enigmática. Lo había visto en algunas actrices del cine comercial: Diane Lane, Michelle Pfiffer, Sharon Stone: ayer jóvenes y anónimas, el tiempo parecía haberles reclamado la juventud en favor de su leyenda. Pero Lulu no era una actriz, sino una impostora. Alguien que vivía de venderte un cuerpo que supuestamente no le pertenecía. Una mujer que jugaba cada noche a representar un papel distinto no para engañarte, sino para engañarse a sí misma, para fingir que la piel que otros penetraban con violencia seguía intacta.
Una puta falaz.
Abrí la portezuela y ella se acomodó en el asiento sin molestarse en ocultar el secreto de sus largas piernas enfundadas en las oscuras medias de red.
Rodeé el auto y entré. Encendí el motor y aguardé un instante.
-¿Y? -musité al ver que ella se había enfrascado en corregir ante el espejo los imaginarios desperfectos de su peinado.
-Sigue de frente y toma la calzada -dijo sin mirarme-. En el tercer semáforo da vuelta a la izquierda. Luego tomas la primera avenida. No está lejos.
Contacté a Lulu por medio de un anuncio en el periódico. La fotografía hacía énfasis en su nariz afilada; al pie había sólo dos palabras: COMPAÑÍA. LLÁMAME, y el número de un teléfono celular. Lo marqué sin atreverme a meditar siquiera la razón que me animaba a hacerlo.
“Vi tu anuncio en el diario”, le dije a esa voz que parecía deslizarse sobre antiguo terciopelo. “Ese rostro es la compañía que necesito”, añadí. Lulu dudó un instante, pero en seguida se adaptó a la circunstancia. “Ya estoy contigo”, respondió, “¿cuál es el trato?” No lo sabía, pero improvisar sobre la base de aquel sucio sinsentido me pareció menos enfermo que interrumpir la comunicación. “Que me acompañes a sobrellevar la noche”, le dije. “La noche es larga”, acotó, “nunca se sabe lo que esconde”. “¿Tú escondes algo?”, pregunté a mi vez, fascinado.
-No es lo que escondo, sino cuanto de ti eres capaz de reconocer en mi disfraz -respondió entonces, cuando supo que no la miraba. La luz de un semáforo nos había detenido en la esquina de una calle solitaria; el resplandor en rojo sobre su perfil acentuó el misterio de esa frase.
Puse de nuevo el auto en marcha. La miré de reojo mientras cambiaba la velocidad. Medité un instante. Al fin dije:
-No hay mucho de mí en Louise Brooks. De hecho, si lo pienso, hay algo que no cuadra...
-Dime.
-Es la voz: nunca la había escuchado; el cine mudo no tenía mucho que hacer para corregir ese defecto.
-¿Prefieres que me quede en silencio?
Un auto con la música a todo volumen surcó el espacio a nuestro lado. Impulsado por la velocidad ajena, aceleré un poco. Pero Lulu me detuvo y canceló mi respuesta:
-Esa es la calle.
Solté un poco el acelerador para doblar a la izquierda. El guante negro que presidía su largo brazo se apoyó en el tablero. Ella volvió a sonreír.
-La velocidad debe ser algo nuevo para ti -observé, levemente irónico.
-He visto de todo -dijo ella, y me regaló un breve parpadeo.
La lluvia había cesado, dejando tras de sí el roto espejo del asfalto humedecido. Las llantas del auto susurraron una frase incierta cuando me incorporé a la avenida.
Conduje en silencio. Apenas musité un tenue sí cuando Lulu preguntó, merced a un gesto casi imperceptible, si podía fumar.
Conforme nos acercábamos al centro de la ciudad, el tránsito se hacía más lento. La amplitud de la avenida se redujo y pronto nos encontramos circulando por una calle estrecha.
-Sigue de frente -me ordenó.
La noche se vuelve una mentira cuando has decidido ser un extranjero en tu propia tierra. Todo lo que creías familiar, las esquinas, las fachadas, las cosas que has visto al pasar cuando no has necesitado verlas se empeñan en ser de pronto hostiles y la fragilidad es un sentimiento que siempre había estado aguardando tu llegada.
-Adelante hay un estacionamiento -volvió a señalar Lulu, posando repentinamente la suavidad del guante sobre la mano que yo mantenía aferrada a la palanca de velocidades.
-Quedaremos lejos -observé, temiendo la penumbra que las farolas indecisas apenas conseguían disimular.
-Más allá no se puede andar en auto -me dijo, dejando que su mano resbalara hasta el borde del asiento.
Habría sido estúpido objetar cuando el entorno era apenas propicio para la situación absurda que yo mismo había fraguado. Dejamos el auto en el estacionamiento y caminamos tomados del brazo las dos cuadras que nos separaban del sitio a donde nos dirigíamos. El seno firme, tibio que Lulu me restregaba en el antebrazo derecho me negó la posibilidad de pensar en la hostilidad de aquellas calles cuya suciedad parecía tragarse cualquier indicio de vida.
Nuestro destino era una antigua vecindad de paredes corroídas por épocas que ya nadie sabía. Un hombretón oscuro, con pinta de asesino, nos cortó el paso. Lulu se adelantó un poco para dejar que su rostro se le retratara a aquel en la mirada. El tipejo se hizo a un lado. Otro sujeto apareció de la nada. La saludó a ella con un gesto y a mí me obligó a alzar los brazos en un afán de registrarme. “Ya está bien”, le dijo Lulu, y el otro me dejó en paz.
Detrás de la pesada cortina se nos reveló un escenario casi fantasmal: cientos de siluetas se recortaban contra la grotesca luz de un pequeño entarimado. Las figuras, inmóviles, envueltas por el humo, se cernían sobre botellas de cerveza apenas equilibradas sobre mesas diminutas. Había hombres y mujeres; lo supe cuando la herida repentina de la iluminación al fondo al fin cedió.
La mano de Lulu me condujo hacia el interior. A la mitad del camino detuvo a un mesero y le susurró algo al oído. El tipo asintió mirándome a hurtadillas y se perdió de vista.
-¿Te parece bien aquí? -me preguntó; su aliento de un leve aroma a tabaco me sedujo.
-Tú dime -le respondí-: estos son tus territorios.
Se oía una música densa, ociosa, que nadie parecía notar. Lulu tomó asiento con un movimiento grácil e impropio del entorno. No tuve más remedio que imitarla, pero mi ademán fue tosco, grave, como el de un borracho que regresa del baño. Temí que aquella silla, o ese juguete que me correspondía, cediera ante mi peso. Nada ocurrió, excepto la mano del mesero que depositó una botella de ron barato y las inconfundibles coca colas de cantina detrás de largos vasos con enormes e irregulares trozos de hielo. El mesero recogió la botella y la destapó con presteza; bañó los hielos de ambos vasos y luego se ocupó de rellenarlos con el contenido íntegro de los refrescos. Sólo entonces desapareció.
-Salud -dijo ella, sorbiendo apenas.
-Salud -dije yo, apurando un largo trago.
La bebida resbaló hasta mi estómago con un fragor insospechado. Entonces recordé que hacía varias horas de mi último alimento; como en otras ocasiones, sólo deseé que la prefectura del alcohol fuera benévola conmigo.
Se habría impuesto una mirada lánguida, lo sé, una promesa devenida gesticulación, el roce de la mano desnuda ya del guante cuando me ofreciera a encenderle el cigarrillo. Pero sólo hubo una expresión de somera elegancia y una pregunta formulada sin pasión:
-¿Te lo imaginabas así?
Me obligué a escudriñar de nuevo el sitio: era un tugurio sórdido mal disfrazado de cabaret de los años 50. Pesadas cortinas de gastado terciopelo disfrazaban las paredes seguramente ganadas por la humedad. Del alto cielorraso pendían un par de enormes arañas sin huella alguna de majestad, rodeadas por el hierro de la frágil estructura que sostenía los reflectores que apuntaban al escenario: una tarima de apenas un par de metros cuadrados levantada a la altura de los ojos del público que, ahora que mi vista se había acostumbrado a la semioscuridad, supe compuesto por gente de la más baja ralea: sardos morenos y enjutos, albañiles de pelos relamidos, vendedores enfundados en trajes baratos, prostitutas de diversas edades, casi todas ellas de rasgos aindiados. Una fauna grotesca y, sin embargo, homogénea, cabal en su propia circunstancia.
-Nunca imaginé nada -respondí al fin-. Supongo que elegí la sorpresa.
Algo iba a decir Lulu, pero una canción estridente, casi una fanfarria, canceló su intento. Un hombre en traje rosado emergió de las cortinas al fondo del escenario y probó el micrófono antes de anunciar el espectáculo previo a la función estelar. O así creí entenderlo. Sin que el animador hubiera abandonado aún el escenario, un grupo de mujeres semidesnudas apareció a sus espaldas, siguiendo el ritmo de una pieza ensordecedora.
Nadie pareció prestarles atención. Menos aún cuando en la esquina opuesta a nuestra mesa había iniciado una pelea. El estruendo de los golpes y de las vociferaciones se sumó al escándalo, mientras que los sacaborrachos corrían entre las mesas para alcanzar a los rijosos y las mujeres sobre el escenario apenas eran capaces de respetar su propia coreografía, atentas al barullo que ya nos fue imposible seguir pues todos se habían puesto de pie para ver el espectáculo de la sangre, más interesante aún que aquel que se desarrollaba sobre el escenario.
Pero la música no se detuvo. Los individuos en pugna fueron arrastrados fuera del lugar y las bailarinas se mantuvieron firmes en su indecoroso anonimato durante algunos minutos más. Su baile, penoso y descompuesto, pronto derivó en un torpe streaptess que el público, de pronto atento, celebró con ruidosos silbidos.
Con tristeza descubrí que el baile anterior a su desnudez había sido menos desalentador que ver sus pieles sin misterio.
-¿Eso era todo? -le grité a Lulu, pero ella no pareció escucharme; apuró el resto de su bebida y encendió un nuevo cigarrillo sin darme tiempo a que le ofreciera fuego.
Arriba, las nalgas renegridas de una de las mujeres apuntaban al público. Un sujeto se acercó al escenario, blandiendo un billete entre los dedos para que la dueña de aquel culo pudiera verlo. Las manos de la mujer se enroscaron en su propio cuerpo, como invitando al hombre a imaginar si aquella denominación justificaba la cercanía de su vulva expuesta a cualquier capricho. No estábamos lejos, así que fue fácil ver cómo el hombre enrollaba el billete para introducírselo a medias en el ano. El público festejó la acción. Para ese momento, las monedas caían sobre la madera del entarimado y el resto de las mujeres se afanaban en recogerlo en una vergonzosa danza involuntaria.
La música bajó de intensidad y aproveché para preguntarle a Lulu si aquello era digno de su porte magnífico. Por supuesto, empleé otras palabras. Ella asintió levemente y volvió a beber.
Le tomé la mano que recién había abandonado el cigarrillo. Ella me miró, pero en sus ojos no había sino el opaco velo que desde el principio había señalado nuestro encuentro. Le estreché suavemente los dedos; luego dejé que mi mano subiera por su antebrazo, liso y terso, casi ajeno a todo lo que nos rodeaba.
-Eres muy hermosa -le dije-. No entiendo qué tienes tú que ver con todo esto.
-Esto soy yo -me contestó. Y añadió, depositando mi mano sobre la mesa-: Ahora tienes que decidir cuál es tu lugar en mí.
No había duda de que sus palabras eran sólo parte del juego, un preámbulo incluso para la excitación, un preparativo que anunciaba el instante de la carne, inobjetable ahora que su propia mano se había posado sobre mi pierna y avanzaba, decidida, hacia esa zona en donde mi sexo empezó a latir y a llenarse de la sangre que reclamaba trascender de una vez por todas el disfraz y el misterio.
-Quiero verte desnuda -es lo único que acerté a decir cuando sus dedos sobaron la dureza de mi miembro, como midiéndolo, como reconociéndolo.
-Me verás -dijo-. A su tiempo.
Entonces las luces cayeron de nuevo sobre el escenario y el hombre del micrófono soltó un par de frases mudas antes de que un fuerte zumbido sustituyera sus ánimos.
-Perdón -dijo el hombre, dando un par de golpecitos en el micro-. Llegó el momento estelar de la noche, en donde ustedes serán artistas. Recibamos con un fuerte aplauso a su estrella y, por qué no, feliz pareja, la bella Azucena...
El hombre se hizo a un lado para cederle el paso a una joven apenas ataviada con una minúscula prenda que le ceñía las caderas y la vulva. La mujer, de largas pestañas y tez brillante de maquillaje, ensayó una reverencia y se paseó por la orilla del escenario, recibiendo a su paso una oleada de silbidos y largas obscenidades.
-La dama de la noche, la ninfa, la depositaria de sus sueños más profundos... -El anunciador se esforzaba por hacerse escuchar en medio de la rechifla y las vociferaciones-. Ella ha venido aquí, deseosa de un hombre que la haga gozar. -Y, dirigiéndose al público-: ¿Quién es el primer aventurado de la noche?
Uno de los sardos se incorporó de una mesa cercana, empuñando un par de billetes que soltó de un manotazo sobre la madera antes de impulsarse para subir al escenario.
El anunciador hizo un gesto de ensayada sorpresa y se agachó para recoger los billetes, que contó delante del público.
-Nuestro amigo viene decidido a convertirse en una estrella, y ha pagado un alto precio por ello. -Los billetes se asomaron como un abanico en su mano derecha-. Adelante, enhorabuena, y mucha suerte.
Lo supe de inmediato: aquella pareja repentina se disponía a fornicar en público.
En esencia, no se trataba de nada digno del asombro: la mujer era una actriz involuntaria, acostumbrada a impartir fuegos fatuos en los quehaceres torpes o habilidosos de los desconocidos. Un simple sucedáneo de la masturbación. Una deconstrucción del placer voyeurista, con la diferencia de que en ese lugar nadie tenía necesidad de esconder su condición.
Me volví para mirar a Lulu, que observaba todo con la calmada expresión de quien espera un autobús que ha sufrido un retraso.
El hombre tenía la piel oscura, casi cobriza, y un pene de regular tamaño erigido a medias entre las piernas. La mujer representó un papel de esclava: se plegó de pronto a los pies del otro y escondió la cara, que un súbito jalón a su cabellera la obligó a revelar. No tardó mucho en hacerse con aquel trozo de carne que la aguardaba impaciente.
Hacía rato que el ruido de la música había cesado. Pero no había silencio en aquella expectación: una especie de rumor amortiguado, opresivo, evidenciaba el cúmulo de alientos contenidos en aquella espera insoportable.
Bebí un trago, luego otro; finalmente, agoté el contenido de mi vaso. Pero no era la sed lo que me abrasaba, sino el ansia, una rara codicia por hacer mío el placer de aquellos cuerpos cuyo acto no había empezado siquiera a consumarse.
Ahora la mujer escupió el miembro y se tendió de espaldas para sobarse la vulva castigada por la prenda. El hombre se hincó y hundió la cara entre las piernas lustrosas por los aceites que sugerían la lubricidad del cuerpo dispuesto, falsamente dichoso. La lengua se paseó violenta por esos muslos, por la ranura de la vagina, por la zona oscura del ano. Sólo entonces el hombre se atrevió a desnudarla; le alzó las piernas, la penetró con una exclamación furiosa.
La saliva, engullida al mismo tiempo por todas las gargantas, señaló la frontera entre el deseo y la saciedad.
De reojo, vi que varias parejas habían empezado a trenzarse en su propio escarceo. Noté que Lulu también las había visto, y sonreía.
Me acerqué para decirle al oído:
-Es una escena planeada. Es pura actuación.
-Todos alguna vez la hemos representado -sentenció con sequedad.
Los gemidos de la mujer, primero apagados, fueron de pronto una ruidosa ficción. O quise creerlo. No tardé mucho en comprender que estaba equivocado: el rictus que descompuso su expresión fue evidencia suficiente del gozo real que aquella verga, inserta en sus entrañas, le estaba provocando.
Me descubrí tomado por una excitación elemental, desprovista de artificios, descarnada. El cuerpo de Lulu, tan cercano, fue también el depositario del ansia proyectada por los cuerpos que se agitaban sobre la sucia madera del escenario. Le estrujé los senos, metí mi mano hasta donde sus piernas cruzadas lo permitieron, le lamí el cuello, el lóbulo de la oreja izquierda, pero ella se mantuvo distante, no exactamente fría, sino aquietada, como si quisiera decirme que el tiempo, ese tiempo que nos correspondía, aún no había llegado.
Una mujer que se retuerce sobre el suelo, que arquea la espalda; un hombre que se monta sobre su pecho para arrojarle a la cara los jugos calientes de su eyaculación. Un público que los observa en el callado frenesí del fanático religioso. De pronto lo comprendí todo: la fría interfaz de la pornografía, impresa o en video, había sido derrotada por la cercanía real, palpable, de dos cuerpos enfrascados en los trabajos de una obscenidad casual.
No sobrevino, como supuse, ningún estallido de aplausos, sino apenas el ruido característico de los cuerpos al recomponerse. El animador aprovechó el momento para salir a escena y pedir un aplauso para la mujer que se untaba los anónimos jugos en las mejillas y el hombre que no sabía si ceder ante el temblor de sus piernas o corregir la compostura que lo había llevado a ser partícipe de su propio espectáculo.
Mis manos aún estaban en Lulu, pero ella empezó a retirarlas discretamente e irguió la espalda, extrañamente nerviosa, como llamada por una señal que sólo ella era capaz de escuchar.
-¿Pasa algo? -le dije, aún excitado, sintiendo que necesitaba descargarme como aquel hombre que ahora era impelido por el animador a abandonar el escenario para dejar lugar al momento que todos los allí reunidos debíamos estar esperando.
Lulu se arregló el escote que mis ansias le habían descompuesto, bebió de un solo trago el resto de su vaso y se incorporó, sin más, al tiempo que el animador pedía las luces allí donde su índice señalaba a la mujer que el mundo deseaba tener en sus manos esa noche.
-Llegó el momento -dijo Lulu, mientras que el haz del reflector bañaba su hermosa figura ceñida por el vestido de seda negra que había permanecido tanto tiempo en silencio junto a mí.
Vi su mano en mi mejilla, sus ojos que me reclamaban el deseo que mis propias manos le habían descrito. Sabía lo que ella quería, lo que me estaba pidiendo, y por un momento el rostro del animador estuvo frente a mis ojos, como si mi conciencia sólo fuera capaz de enfocar el burdo acercamiento de aquella expresión entre mórbida y burlona que también me llamaba.
-No -le dije a Lulu con voz trémula-. No puedo hacerlo.
-Alguien más lo hará por ti -respondió ella-, al igual que otros lo han hecho en su momento.
-No puedo.
Su lenta figura se alejó sin mirarme ya siquiera. No quise averiguar si la incómoda sensación a mis espaldas era producto de la miríada de ojos que incidían en mí, o si era tan sólo el simple escalofrío que esclaviza el cuerpo de quien ha optado por la cobardía. Lo cierto es que clavé la mirada en la geografía de la embriaguez, hecha de cenizas, de manchas de labial en la orilla de un vaso, y soñé que nada de lo que estaba ocurriendo era verdad.
De nuevo me equivocaba: el clamor apagado que se dejó sentir en el ambiente me dictó primero la imagen seductora de un cuerpo femenino de blanca piel surcada aquí y allá por trazos de una inútil lencería. Pero al alzar la vista, esa imagen quedó cancelada ante el golpe devastador de la desnudez perturbadora, resplandeciente, casi imposible de aquella mujer que se había fingido otra y que ahora, despojada ya de todo disimulo, se mostraba plena en el irreal disfraz de sí misma.
No pude sino emitir una exclamación de azoro que fue, al mismo tiempo, apenas parte de la suma de murmullos de excitación anónima que llenaron de pronto el lugar.
El hombre del micrófono rodeó con un brazo a Lulu, a la que había sido Lulu, y le pasó una mano por las formas perfectas de su cuerpo dispuesto.
No intentaré relatar lo que ocurrió a continuación. Prefiero guardarme para siempre el arribo de los hombres que la fueron buscando, la masa de tacto ávido, la humedad de las lenguas que fueron dejando su rastro fugaz sobre la piel abandonada, la irrupción de aquella carne endurecida que su cuerpo tragó por resquicios insospechados, los ojos de Lulu que me hallaron absorto en la imagen insoportable de su vulva incapaz de contener el líquido violento de su orgasmo.
Las palabras no bastan. El silencio podría decírtelo.

La madrugada se anuncia con distintas voces: las sirenas lejanas, el fragor adormilado de tempranos autobuses de transporte público, el inesperado aullido de un perro, un grito trasnochado, las notas repentinas de una canción que te alcanza y se desvanece en un instante, el taconeo cadencioso de una mujer que camina a tu lado, ebria de alcohol, de languidez.
El guardia del estacionamiento asomó su fastidio por una rendija del cuartucho que había estado albergando su sueño. Nos abrió la reja y nos mostró el auto, que presidía la escasa fila de vehículos. Recibió el billete; se lo guardó en seguida sin dar muestras de querer devolver el cambio; nos dijo que tenía las llaves puestas.
-Puedo quedarme contigo -dijo Lulu mientras se reacomodaba la piel de imitación barata que le abrazaba los hombros-. Si tú lo deseas...
No respondí. Ignoré el semáforo en rojo y enfilé el auto con rumbo a la avenida.

La penetré con rabia. Pero el deseo, que creí veraz, se fue apagando. Me dejé caer a un lado. Lulu me miró, o creí que me miraba, pero no habló.
Hacía falta la mirada, el deseo inconcluso, el calor de las luces sobre su cuerpo cercano y a la vez inalcanzable. La cama revuelta en la oscuridad de aquel cuarto de hotel era tan sólo una burda caricatura del escenario que la volvía magnífica.
Sólo en ese lugar, quien lo quisiera, podría recuperar su misterio.

Ya había amanecido cuando apagué el auto frente al portal del edificio en el que la había visto por primera vez. Su rostro a la luz del día era menos enigmático, pero algo de nocturno había aún en él y me obligaba a recordar sus palabras de apenas unas horas antes: “No es lo que escondo, sino cuánto de ti eres capaz de reconocer en mi disfraz”. Supe de pronto que los secretos tienen una hora propicia, y que fuera de ella su revelación carece de sentido.
No le fue fácil disimular su cansancio mientras rodeaba el auto por el frente para alcanzar la ventanilla, que ya había abierto, aguardándola. Aún tenía en la mano los billetes que saldaban los favores de su compañía.
Me dio un beso en la mejilla. Me dijo que esperaba mi llamada. Se dio la media vuelta y comenzó a alejarse.
-¡Lulu! -la detuve.
Ella giró un poco y me miró, dócil aún, solícita.
-¿Crees en el amor?
-Todos lo hacen -me respondió, alzando los hombros.

miércoles, octubre 25, 2006

Crash test dummies


Es una mujer morena, pero eso no evita que su piel se ilumine cuando al fin la mezclilla se le escurre de las piernas. Adivino una vergüenza tibia ahora que se sabe casi desnuda: su mirada busca la mía con insistencia, como si quisiera distraerme, como si buscara prolongar la llegada del momento en que deberá ceder a favor del deseo. No la evado: prefiero dejar que se acostumbre a mi presencia. Se ha quedado quieta, sentada a la orilla de la cama, vestida apenas con la ropa interior que ya no es necesario imaginar. Mis ojos comprueban que el tacto no se equivocaba: las prendas son pequeñas, delgadas, de algún color tenue que la oscuridad, cómplice de su pudor, ayuda a disfrazar. Sé que es mi turno cuando ella ensaya un gesto que traduzco como una interrogante. Me desabrocho la camisa y me deshago de ella sin pausa. El cinturón cede; el pantalón cae al piso víctima de la misma gravedad que ha hecho de ella una estatua. Me equilibro torpemente sobre uno y otro pie para sacarme los calcetines; avanzo poco a poco hasta quedar a centímetros del lugar que se niega a ofrecerle refugio. “Quítamelos”, le digo, señalándome los bóxers. Titubea un poco pero al fin obedece. El miembro, casi erecto, se balancea frente a sus ojos cuando el resorte lo deja libre. “Míralo”, le pido, pues en ese momento ha vuelto a buscarme el rostro. Obedece. Sus manos, que ahora se deshacen de la prenda, están temblando. Ha llegado el momento: dejo que mis dedos se enreden en sus cabellos y la atraigo hacia mí, sin violencia, para restregarle las mejillas en la carne erecta. Ella apoya sus manos en mis caderas, pero no me acaricia, simplemente me sujeta, como si aguardara la autorización para reconocer mi piel. Me inclino para besarla en la boca. Mis manos avanzan por su espalda, por su cintura, se detienen un momento en la orilla de sus pantaletas. Siento ganas de arrancárselas, pero me contengo: la he oído suspirar. La empujo suavemente hasta tenderla sobre la cama. Me recuesto sobre su cuerpo, dejando que mi sexo se acomode entre sus piernas.
Creo en la justicia de alguna hora precisa: el instante en que ella vio por primera vez mi erección debió cerrar este pasaje de la historia. Nada hay más erótico que ese momento previo al placer o a la angustia. A la tragedia, incluso. Si acaso, debí darle una oportunidad al tacto y concluir. No lo hice: la penetré con una furia sosegada que segundos después devino frenesí. Sus pezones fueron en mi boca; su lengua supo de mi carne; sus oídos se resignaron a mis palabras violentas. Le rompí el himen, la inundé de rabia, le imprimí en las nalgas la lujuria que mi cuerpo no fue capaz de soportar.
Por alguna razón que ignoro, siempre acabo en el auto equivocado: los gemidos, que apenas una hora antes hablaban de placer, de pronto fueron la inmediata traducción del dolor físico y de la incredulidad. Sobre la calzada, a escasos metros de nuestro destino, la camioneta se nos cerró de pronto y de súbito nos arrojó a la nada.

Despertar a la oscuridad es más difícil que ser cegado por el lugar común de unos reflectores sobre el rostro: nunca es la sala de terapia intensiva de un hospital que ignoras, sino la penumbra, que es el eco de cualquier cosa. No bien recuperé la conciencia, mis manos se ciñeron a lo inmediato. Confiar en el tacto, decidir si aquella consistencia de sábanas limpias dejó alguna vez registro en la memoria. Era posible. Entonces, sólo entonces, escudriñar el derredor. Allá, el espejo vacío; a la izquierda, el rectángulo apagado que tan sólo promete las cosas de la calle. La recámara, en fin, callada y somnolienta, precisa, de mi departamento.
Me incorporé y de pronto, como una canción inesperada, recordé el accidente.
Había estado esa tarde con Irma en un hotel del centro. Lloró a mi lado, cubierta apenas por una orilla de la sábana. Su llanto tenía origen en ese sentimiento que las mujeres no saben pero aceptan cuando han tenido sexo por primera vez. Volví a acariciarla; tardé más de una hora en conseguir que volviera a abandonarse. Ya había anochecido cuando abandonamos el estacionamiento del hotel en el auto de su padre. Quería seguir conversando y le propuse tomar un café. Nos dirigíamos al sur cuando el vehículo nos embistió por un costado. Fuimos -según relató el hombre de la aseguradora- afortunados: el auto derrapó hacia la derecha y se incrustó de frente en un poste de alumbrado público. La estructura de concreto partió el auto por la mitad y sólo se detuvo hasta romper el tablero. Apenas tengo presente el estruendo y algo como un grito, aunque bien pudo haberse tratado del chirriar de los neumáticos aferrándose inútilmente al pavimento. Es extraño cómo el trauma de lo imprevisto borra de pronto los recuerdos inmediatos: el rostro femenino y ensangrentado que me miraba era el de todas las mujeres que conozco y el de ninguna. Fue como el súbito despertar que acababa de ocurrirme: todo gira como esas ruedas de la fortuna de los programas de concursos y se va deteniendo poco a poco para mostrarte que te has ganado un lugar en el centro de la incredulidad. Me vi empujando la portezuela, que se había trabado, y vislumbré como en un sueño los ojos de los curiosos que se iban amontonando al otro lado del cristal. Los quejidos de la mujer me distrajeron un momento. Su mano izquierda le cubría el rostro, como si quisiera liberarme de la obligación de recordarla; su mano derecha empujaba el volante, que le oprimía el vientre y le apagaba los gritos que el dolor debía estarle imponiendo. Ese era el tamaño del infierno más elemental. Quiero decir que pudo haber sido peor; quizá la inconsciencia, la desmembración, la muerte. Pero aquella noche sólo nos correspondió el dolor.
Me citó en la entrada del colegio. Vestía una blusa delgada y una falda amplia, propia de la primavera. Fuimos a comer una hamburguesa y conversamos largo rato, sentados uno frente al otro, como dos adolescentes. El local estaba lleno y aún así insistió en mostrarme las obstinadas señales de las magulladuras en su muslo derecho.
-Toca -me pidió, llevando mi mano hasta la zona levemente oscurecida de su piel.
Ella sabía que cualquiera podía vernos cuando guió mi tacto hasta su entrepierna, allí donde mis dedos reconocieron la densidad del vello cubierto apenas por el algodón.
Alguien silbó a mis espaldas, pero fui incapaz de encararlo, tomado de pronto por el deseo cruel e inapelable.
Mis dedos trascendieron el resorte de la prenda y toqué la humedad que se le escapaba de los labios.
-Cógeme -dijo sin apenas mover la boca-. Quiero que me cojas bien fuerte...
No sé si lo conseguí: creo que algo parecido a la ternura violentó esa orden que había sido categórica. En descargo de mi desobediencia, la invité a dejarse lamer el clítoris hasta hacerle un orgasmo. Fue, sin embargo, tan sólo una invitación, porque aquello no era algo que ella ansiara y por lo mismo no pasó de un buen momento.
-Anoche soñé con el choque -me contó, fumando un cigarrillo, su cabeza apoyada en mis piernas-. No fue exactamente como ocurrió: en el sueño, tú conducías; me estabas mirando y me decías que no te había gustado lo que habíamos hecho, algo así. Yo me enojé, te insulté y te pedí que me llevaras a mi casa. Entonces aceleraste pero ya no eras tú, sino uno de mis primos, que me decía que cuando éramos niños me había espiado mientras me bañaba... ¿Te conté de esa vez?
Negué en silencio mientras le pedía el cigarrillo.
-No importa. El chiste es que llegamos a mi casa y de pronto algo cayó encima del auto, una piedra enorme. Yo pensé: “¡No, otra vez no!” Pero no era otra vez sino “esa”, y te vi a mi lado, todo despeinado, mirándome como si no me reconocieras, igualito que en aquella ocasión. ¿Te conté cuánto te odié en aquel momento?
-Nunca -le respondí, devolviéndole el cigarrillo.
-No se me quita de la cabeza la cara que pusiste...
-Me imagino. Yo, en cambio, recuerdo algo bien curioso.
-Qué.
-Tu sangre. Acababas de sangrar -le señalé el vientre-, y cuando te vi, toda roja de las manos y de la cara, se me hizo de lo más normal.
-¿En serio?
-Ya luego reaccioné. Vi que estabas atorada con el volante y me asusté mucho. Me puse a gritar, ¿te acuerdas? Entonces salió de no sé dónde el chavo ese y abrió la puerta. Yo creo que pensaba sacarte de un jalón, pero cuando te vio toda torcida y llena de sangre, se puso a vomitar.
-¡Es cierto! De eso no me acordaba...
-Luego ya no te vi porque empezaron a apagar el coche con un extinguidor y todo se llenó de humo o de no sé qué. Cuando me di cuenta, ya no estabas. Fue cuando me animé a salir, de tu lado, porque mi puerta estaba trabada.
Guardamos silencio unos minutos. Luego, Irma se incorporó un poco y acercó su boca a mi exhausto miembro, húmedo aún de sus jugos. Lo tomó entre sus labios; jugó con él dentro de su boca.
Lo hicimos otra vez, ella encima de mí, moviéndose con dificultad. Luego de un rato, temí que su cabalgata imperfecta me apagara la erección y le pedí que me masturbara. Sintió por primera vez en sus manos el temblor de la eyaculación; sonrió, divertida, al ver el largo escupitajo de semen cayendo en mi vientre. Aquello menguó el placer. No demasiado.
-Pensé que jamás volveríamos a estar juntos -meditó un rato después, al tiempo que expulsaba el humo de un nuevo cigarrillo.
-¿Por qué? -le pregunté, tratando de adivinar la hora a través de la ventana.
-Pudimos haber muerto -respondió, mirándome de reojo.
-Siempre estamos muriendo -sentencié, casi para mí.

lunes, agosto 14, 2006

Recuerdos de un pasado imperfecto


Ya sé que es un lugar común: el perfil de la mujer cuyos ojos barren el mar. No puedo remediarlo: tal es el recuerdo que hoy me agobia, e intentar disfrazarlo acaso te conmueva, pero no conseguirá borrarlo.
El perfil le pertenece a Estela. El mar es el Pacífico. Lo demás es una tarde que no se decide a morir del todo, aunque en mi imaginación le gusta jugar a que ninguno de sus colores se ha desvanecido.
También hay cosas menos evidentes: la cerveza que ha encontrado lugar entre las piernas desnudas, el cigarrillo recién encendido, el pliegue que se empeña en restarle un mínimo grado de perfección al vientre que se ensancha y se reduce mientras Estela le cuenta cosas a su propia memoria.
Los gritos de los veraneantes no logran restarle majestad al golpe de las olas: el mar a esa hora parece reclamar inútilmente un territorio que más tarde le pertenecerá a la noche. Es por eso que sé que la imaginación me engaña: el calor ha perdido un poco su categoría; la frescura del viento va retomando poco a poco sus espacios; la arena que se adhiere a las piernas de Estela empieza a perder sentido. Quiero decir que en unos minutos más se hará fácil buscar un sitio en el restaurante de la terraza para observar el ocaso y hacer todos esos comentarios que los turistas repiten sin remordimiento: “¡Qué hermoso!” “¿Habías visto algo semejante?” “Podría quedarme a vivir aquí sin ningún problema...” Estela dará un nuevo trago a su cerveza y el alcohol le dictará el deseo que en medio de esa atmósfera es casi una obligación.
Volveremos al hotel con el pretexto de lavarnos y empezaremos a acariciarnos bajo el tibio chorro de la regadera. Estela me sobará el miembro y se hincará para llevárselo a la boca. La dureza de la carne henchida de sexo se concretará entre sus labios. A Estela le gusta hacer que la punta le toque la garganta, mientras uno de sus dedos me viola sin delicadeza. Mis propios dedos se enredarán en su cabello y así me masturbaré con su cara. Ella ha aprendido a reconocer el temblor de mis piernas, y a tiempo abandonará el pene endurecido y se incorporará para regalarme un beso tierno, ajeno por completo a la violencia que ella misma habrá iniciado. La evasiva es un juego; eso lo sé. Por eso tomaré el jabón y lo pasaré suavemente por su espalda como si nada hubiera ocurrido. Estela siempre sonríe al ver que entiendo sus motivos: le gusta asumir el gobierno de mi cuerpo, y tratar de continuar el escarceo no hará más que derrotar la magia momentánea que ella misma habrá creado entre los dos.
Ya sobre la cama, Estela me restregará el pelo con la toalla y volverá a besarme, dejando que su lengua se reconozca en mi boca. Sus manos me acariciarán el pecho, se abandonarán de nuevo a mi entrepierna, me agitarán el sexo renacido. Entonces me pedirá que me tienda bocabajo y me separará las nalgas con ambas manos para lamerme el ano con una fruición casi enfermiza. Decir placer no describirá lo que sienta. Ella volverá a introducirme un dedo mientras que su lengua me repasará los testículos. Esos momentos son extraños: todo hace parecer que la eyaculación llegará de un momento a otro, pero jamás se presentará, no mientras ella persista en esa oralidad frenética. Cerraré los ojos y la oiré gemir: habrá empezado a masturbarse. Sus caricias serán violentas: sabré, sin necesidad de verla, que se ha introducido uno o dos dedos en la vagina; es posible que incluso el índice se haya perdido en su ano. De pronto estaré seguro de ello, pues me habrá abandonado para volcarse sobre sí misma y sobre sus propias sensaciones, de las que entonces seré un extranjero. Poco a poco me volveré para verla: recortada contra la tarde que se asoma por el ventanal, su silueta se agitará. No la tocaré: he dicho ya que ama sentirse cómplice de sus propios juegos, y mi placer radicará en esa suerte de contemplación pasiva.
Lo que siga será un grito. Estela se plegará sobre sí misma y los dedos de sus pies -lo más próximo a mis ojos- se contraerán como si quisieran asir aquella sensación. Luego se quedará quieta. Su cuerpo se relajará paulatina, casi imperceptiblemente, hasta quedar exhausto a mi lado. Sólo entonces me sabré capaz de atrever una caricia. Mis ojos, ya en la semi penumbra, jugarán a buscar los suyos, que se esconderán como si la vergüenza y no la satisfacción quisieran tomar el lugar del deseo. La besaré, apenas un leve roce, suficiente sí para hacer que sonría. “¿Estuvo rico?”, la interrogaré, así, con esas palabras: el lenguaje posterior al sexo no sabe sino ser tierno. Ella asentirá con un gesto y se estirará con ademanes de gato.
Permaneceremos algunos minutos en silencio, pero la experiencia me dirá que más tarde ella no hará sino hablar y hablar sin freno. Le gusta contar su última experiencia como un viajero que acabara de volver de algún lugar exótico. Sus palabras detallarán (como si fuera otro) el momento del que fui testigo, y el café o una nueva cerveza morirán en sus labios. Estela me observará de vez en vez para asegurarse de que el deseo sigue palpitando en mí. Sabrá que me he quedado a medias. Sabrá muy bien que esa circunstancia me esclaviza.
Así que la magia seguirá viva, y no deberé buscarla cuando por la noche vayamos de nuevo a la recámara. Ella me sorprenderá en la madrugada; sus labios en mi sexo dictarán la hora en el juego haya llegado a su fin.

Pero no esa vez. Estela se embriagará como nunca lo había hecho y vomitará afuera del cuarto mientras torpemente intentaré meter la tarjeta en la ranura que destraba el seguro. Dormirá hasta muy tarde por la mañana y despertará con una cruel resaca. Le pediré el almuerzo a la habitación, pero ni siquiera se atreverá a verlo. Yo saldré corriendo a la farmacia por un par de antiácidos y suero oral. Sólo hasta la tarde se sentirá mejor. Pero será la hora de partir.
Y camino al aeropuerto la abrazaré para hacerla sentir que aquello no ha ido tan mal: ya habrán otros viajes, otras noches, otra oportunidad para el sexo. No sabré, no podré saber que menos de una semana después ocurrirá el accidente, la amnesia, el destierro de sí misma.
A bordo del minitaxi que ansía reclamar su lugar en esta historia, nada podrá decirme que Estela y yo jamás volveremos a estar juntos.

sábado, agosto 12, 2006

Lo patético


Hay una imagen de Hollywood que es irreconciliable con las cosas de la ciudad de México: es la del músico de jazz que a solas escupe un par de notas mientras la oscuridad lo envuelve.
Noches de concreto y gabardinas húmedas, de luces de autos que revelan por instantes el rumor incesante de una lluvia fina, de las formas del fieltro que ciñe la frente de un paseante anónimo, de licorerías solitarias, luces parpadeantes de neón, espejos de asfalto, gritos que se apagan, siluetas felinas que se pierden en los callejones.
La brillante confección del acero en un pulso tembloroso.

Las entrañas de una puta que se asoman de pronto a la noche tendrían mucho de cosmopolita en L.A. o en New York. En México, la grasa de las calles ensucia irremediablemente la escena. Imagina el falso mink manchado de sangre y de escupitajos frescos; la mano de la mujer que se apoya en el aceite mal lavado de la acera mientras se recompone el vientre y pide ayuda. El albañil, el mecánico, el abogado barato: la inacción de sus miradas no hace sino restarle glamour al drama ajeno. El estrépito de las sirenas va rompiendo poco a poco el silencio. Hay, sin embargo, algo decepcionante en el arribo sin magia de un nissan inofensivo de torretas descompuestas. Ya el cuerpo de la mujer es una cosa más de la calle cuando el oficial de bajo sueldo desciende al fin del vehículo para comprobar que aquello no se parece a la televisión: ese cadáver lo será para siempre y no sólo hasta que llegue la tanda de anuncios comerciales. Pedir una ambulancia no sería fácil si intentara valerse del aparato intercomunicador de hace por lo menos dos generaciones. Por eso vuelve al auto y cruza un par de palabras con su compañero (“pareja”, que les dicen) antes de introducirse para librar la acostumbrada batalla con la estática.
La mujer no es un “fiambre”, sino una puta asesinada. Los forenses parecen salidos de una escuela de carniceros. Las luces en rojo y azul no iluminarán jamás el reflexivo perfil de un apuesto detective, sino el rostro moreno de un hombre cansado de que el crimen no pague lo suficiente.
Nada hay de cinematográfico en esa serie de obvias circunstancias. La mujer se murió. Ni siquiera se trataba de un cadáver exquisito. Que le llore quien tenga que hacerlo. Punto. El turno del hombre acabará con un reporte ilegible que una gorda sindicalizada archivará de mala gana en el desvencijado mueble de una oscura oficina de gobierno.

Ya el alboroto de los alrededores se ha disipado cuando Nancy y yo caemos en la cuenta de que somos también un par de prófugos del romance: ninguna cámara barrió la tersa humedad de nuestra piel durante los minutos de la fornicación; el acto fue continuo y poco duradero, sin ediciones, sin disolvencias, sin profundos gemidos que pudieran mezclarse con las suaves notas de un sax seductor. Sólo tenerme dentro, apenas el placer que es réplica de sí mismo, tan sólo unas cuantas frases de una obscenidad casual. Es posible que fuera hermosa, pero nada allí lo parecía: la cama era dura, el cuarto apestaba, el deseo incluso había operado en ella de un modo irreflexivo, así que la sangre de su menstruación no sólo la había incomodado, sino que ahora se secaba en nuestros sexos mientras desnudos contemplábamos el escenario posterior a la muerte a través de la ventana.
No hay mucho que hacer cuando el mundo se pudre ante los ojos de la mujer que te ama. Salimos a la noche sin apenas decirnos nada. Agotamos la sordidez de las calles en busca de una cafetería. Sólo éramos un par de exiliados en medio de una tierra que nos ignoraba, y, como tales, asumimos la palabra como la única forma de la resistencia.
Lo que nos dijimos será para siempre un secreto. En descargo de tu conciencia, ten la certeza de que no hubo nada en nuestras voces que pudiera nombrarte.

Algo había que mantener a salvo de un recuerdo tan enfermo.

martes, julio 18, 2006

Sólo una puta mentira más


Hay cosas que son de la noche: trayectos de silencio que el viento reclama al cabo de un instante, un verso que te busca, el oro entre las manos del músico de jazz, la alquimia que renace en el sexo de quien amas, los ojos que la niña descubre en la ventana, el inútil azul en la mirada de un hombre agonizante...
La mujer que se viste ante el espejo, sus manos que van dejando rastros de deseo sobre su cuerpo, la figura en la esquina, envuelta en humo, expectante. El brillo le roba un guiño a las farolas; la navaja se cierra y retoma su sueño inquieto en el bolsillo del pantalón. La luz tras las cortinas se apaga al igual que el cigarrillo bajo el peso de una suela. Ella es ahora una silueta bajo el umbral.
-Tarde -le dice el hombre-. Que no vuelva a suceder.
No hay réplica en el gesto que la mujer le extiende a manera de saludo. Además de la seducción, su rostro aprenderá otros hábitos: la indolencia, por ejemplo.
Caminan por calles sin más misterio que los ruidos indecisos de una ciudad adormilada. Él le ofrece un cigarrillo, que ella rechaza. El fuego encarna en el tabaco. El semáforo cambia de rojo a verde con un chasquido apenas perceptible. El hombre la toma del brazo y la apura a cruzar la avenida semi desierta.
-Ve -le dice él cuando han llegado al nacimiento del callejón en penumbras-. Estaré cerca.
El taconeo de la mujer acompasa la cadencia que la lleva a internarse poco a poco en la calle de las putas.
Algunas la ignoran al pasar; otras la miran con recelo: es alta, sus formas se estilizan a contraluz de los faros de los autos que recorren lentamente la larga hilera de cuerpos entallados en lycras, de senos asomados a la noche invernal.
-¿Eres nueva?
Los ojos de brillo apagado de una rubia de ancha espalda la enfrentan. Ella alza los hombros y en sus labios se dibuja una sonrisa asimétrica.
-Hoy lo voy a averiguar -le responde.
Un vehículo se orilla a mitad del callejón. Las mujeres lo rodean, inclinándose ligeramente para comprobar si es deseo o curiosidad lo que hay en los ojos del hombre tras el volante. La ventanilla se abre y una o dos mujeres se asoman, desbordando el filo con la carne descubierta. El auto no se queda allí más que un par de minutos: una morena de abrupta minifalda lo aborda y un instante después ya no es ni siquiera un recuerdo.
Las mujeres se dispersan, recuperan sus espacios, se transforman, en segundos, en inmóviles caprichos de las sombras. Pero ella ha seguido las luces rojas del auto que se pierde a la distancia; luego, sus ojos reconocen la silueta del hombre que la espera, irremediable, recargado en la esquina. El suspiro que escapa de su boca es como los restos de una última esperanza que al fin la abandona.
Enciendo el auto y conduzco, con los faros apagados, hacia el interior del callejón. El truco funciona: las mujeres no parecen notarme, y, cuando me descubren, ya me he extendido en el asiento para abrir la ventanilla y llamar a esa otra mujer solitaria que acaricia el rigor de la blusa diminuta que le ciñe el pecho.
-Hola -le digo.
Ella se vuelve al escuchar mi voz. Se inclina para buscarme el rostro y entonces compruebo que la lejanía no ha desgastado la belleza de sus rasgos.
-Hola -dice ella, mirándome y observando de reojo al hombre que custodia su cuerpo.
-¿Quieres venir? -le pregunto, viendo que las demás han iniciado el ritual del acoso, esperando un titubeo, prestas a arrojarse sobre la carroña de alguna indecisa.
-¿Qué es lo que buscas? -pregunta ella a su vez. Sus ojos recorren en instantes el interior del auto y finalmente se detienen en los míos.
-Compañía -le respondo.
-Búscate una novia -dice ella con estudiada malicia y finge retirarse.
-Tu cuerpo -la detengo-. Busco tu cuerpo.
-¿Cuánto piensas que vale mi cuerpo?
-Dímelo tú.
Ella me dice su precio. No dudo en aceptar.
-Entra -la invito, abriendo la portezuela. Los rostros que asoman a través de la ventanilla empiezan a desaparecer entre murmullos y risitas burlonas.
Acelero. El callejón va quedando atrás. El sujeto, al pasar, le dice algo no muy cordial con la mirada.

-¿Cómo te llamas?
-Por lo que vas a pagar, como a ti se te antoje.
He echado el cerrojo a la puerta y me he quitado ya la gabardina, aunque aún no decido si colgarla en el respaldo de la silla que está frente a la luna o dejarla sobre el buró.
-No soy bueno para los nombres -le digo.
-Entonces, esta noche seré una puta, nada más.
Me le acerco. Le acaricio los hombros, dejo que el dorso de mis manos resbale por la curva de sus senos.
-¿Y quién eras antes de esta noche?
Su cuerpo se tensa un poco, pero ella no se aleja. Justo como debe aconsejar el oficio.
-No eres uno de esos maniáticos que buscan prostitutas para que les hablen de sus vidas, ¿verdad?
-Oye -le sonrío-, eso no es muy cortés de tu parte.
-Es sólo precaución -dice ella, volviéndose un poco para verificar discretamente la distancia que media entre nosotros y la cama.
Me aparto para desabotonarme la camisa. Ella me mira; en su expresión se advierte un leve titubeo, que aprovecho para pedirle que se desvista.
-Para que confíes en mí -observo.
Obedece. La blusa cede al peso de sus senos, que brotan a la tenue luz de la lámpara. La falda desciende por sus muslos, dejando al descubierto el juego oscuro de sus prendas transparentes. Ella me mira, como indagando si debe continuar.
-Quédate así -le digo.
He terminado de desvestirme. La sangre se me agolpa poco a poco en el miembro, que ella estudia sin disimulo.
-Quítate los zapatos -le ordeno-. Ven.
Le acaricio la cintura, el vientre, los pezones que trascienden la orilla del sostén.
-¿No me dirás tu nombre? -inquiero, rozando sus mejillas.
-No es lo que necesitas.
Se hinca frente a mí, me sujeta el miembro, lo manipula sin destreza. Pero, contrario a lo que espero, no se lo lleva a la boca.
-Si quieres que te lo chupe, son quinientos más. Mil sin condón.
No respondo. La obligo a incorporarse y la tiendo sobre la cama. Mis labios le buscan el cuello, el mentón, la boca; ella me rehuye volviendo la cara hacia la almohada.
-Sin besos -dice muy quedo.
El perfume de su oreja me sabe amargo. Dejo que mis dedos se pierdan en la espesura de su falsa cabellera negra y la sujeto por la nuca para obligarla a mirarme.
-Dime tu nombre -insisto.
-No necesitas saberlo: es sólo una palabra. Además, nunca volverás a saber de mí luego de esta noche.
-No es una palabra, sino la historia que esconde.
No forcejeamos precisamente, sólo que resulta un poco difícil hacer que sus labios se acerquen a los míos.
-Te llamas Estela -afirmo, categórico, obligándola a mirarme.
-Si tú lo quieres.
-No es sólo mi deseo: es la verdad.
-Soy el cuerpo que deseas, lo demás no importa.
-Te equivocas -le digo, sujetando sus muñecas por debajo de la almohada-. Tu nombre es Estela, aunque finjas que eso también lo has olvidado.
Sus ojos escupen una primera lágrima. Sólo entonces deja de luchar. Abandono sus manos y le acaricio los senos, le recorro el vientre, me detengo en la promesa del vello que la delicada trama de sus pantaletas no consigue esconder.
-Tu nombre es Estela, eso lo sabes, aunque el resto de tu historia se haya ido, aunque finjas ignorar que alguna vez estuve en tu pasado, aunque te resistas a reconocer que me sé tu cuerpo de memoria...
Pero no es verdad: la piel de su ingle es una farsa, una burda caricatura de todos mis recuerdos.
Por un momento creo que la acompañaré en el llanto. Entonces su voz se impone como una canción desconocida que surgiera en el sueño, tan viva y, a la vez, completamente irreal:
-No te has equivocado: soy Estela, y tú eres el primero, el primero en mi vida...
-¡Cállate! -le digo-. No sabes lo que estás diciendo.
-Sí lo sé: Estela es un nombre hermoso, lo único hermoso que recordaré de esta primera noche. Eso, y tal vez tú.
Ella miente: la ausencia del lunar en ese pliegue secreto la ha delatado. No es Estela, no puede serlo: ella se ha ido, y yo sigo en la atroz tarea de profanar su tumba.
Miente, miente como una puta perversa y embustera, pero a la vez está diciendo la verdad:
-Él me ha obligado a prostituirme, pero, de todas formas, no tengo alternativa. ¿Sabes lo que es no tener otra cosa que tu cuerpo? ¿Sabes lo que significa tener que resignarse a vivir de otros cuerpos?
He mantenido la cara escondida entre sus piernas. El aroma entre ácido y dulzón de su sexo me está dejando una huella imborrable en la memoria. Por eso me animo al fin a incorporarme. Es entonces cuando descubro que su llanto fue menos cobarde que mi propio llanto.
-Tú eres el primero -me dice, secándose las lágrimas.

Hay cosas que son de la noche. La mentira no es una de ellas.